sábado, 18 de enero de 2014

@DaenysTargaryen : Enjaulada.

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Enjaulada


El único sonido que se escuchaba en la habitación era el de los cubiertos de plata cortando la comida, acompañados de vez en cuando por el de una copa al volver a ser depositada en la mesa. A la antigua Sansa, la niña inocente que se había criado en Invernalia le habría molestado, y habría intentado iniciar una mínima conversación, con la excusa de alabar la comida, o preguntarle qué tal le había ido el día. Alayne también lo habría hecho, aunque a diferencia de la antigua Sansa ella lo habría hecho por obligación. Pero ahora ella ya no era ninguna de ellas. La Sansa crédula, inocente y tonta había muerto el día que Joffrey había decapitado a su padre, y Alayne había pasado a ser únicamente una máscara, un nombre y una actitud bajo los que ocultarse desde que el hombre que estaba sentado frente a ella había entrado un día en sus aposentos, intentando reprimir una sonrisa orgullosa, y anunciando que iba a enseñarle… a jugar.

La prueba de que tanto la antigua Sansa como Alayne estaban muertas era que la nueva Sansa no había necesitado preguntarle a qué.

—Me gustaría que me comprarais otro —anunció, rompiendo el habitual silencio.

—¿Otro más, cariño? —respondió él, alzando la vista de su plato y fijando sus ojos en ella. Incluso a esa distancia pudo apreciar como sus pupilas se dilataban al contemplarla. Siempre que lo hacían sabía que no estaba viéndola a ella, sino a su madre— ¿Cuál quieres esta vez?

—Un petirrojo —contestó, fingiendo meditarlo unos segundos. Tomó su servilleta de tela y se limpió los labios con ella. Ya no tenía más hambre—. Si me disculpáis, padre, estaré en mis habitaciones, bordando. Pero traédmelo tan pronto como podáis, por favor.

Volvió a sus aposentos con paso calmado, rezando porque Robalito no hubiera vuelto a meterse en su cama. Hoy no podía jugar con él. Por suerte su dormitorio estaba tan vacío como siempre. La colcha y el dosel de su cama eran de seda celeste, y las paredes estaban pintadas de un profundo azul medianoche. Pegadas a la pared, alineadas una detrás de otra había una docena de jaulas, todas vacías. Algunas eran tan pequeñas como su antebrazo, y otras tan altas como ella. 

Acercó una silla forrada en terciopelo rojo a la ventana, y se sentó allí a bordar. Le gustaba contemplar el paisaje mientras cosía. Siempre bordaba la mismo, la misma frase. Petyr la había visto un día, y le había preguntado por qué lo hacía. “Porque es verdad, nadie debería olvidarlo” había mentido ella. Si no entendía su significado no iba a explicárselo. 

Estaba dando las últimas puntadas cuando la puerta se abrió, y Meñique entró portando una jaula en una mano, con una sonrisa satisfecha en los labios.

—Aquí tienes, querida —dijo tendiéndole la jaula.

Ella le dio un beso de agradecimiento en la mejilla, y él giró la cabeza para que se encontrara con sus labios, como hacía siempre que no había nadie más. Fingir que no le desagradaba se había vuelto más sencillo con el tiempo.

—Muchas gracias —respondió ella, colocando la jaula junto a las demás. 

Una criada estaba esperando a la puerta, y les puso en una mesa una bandeja con pastelillos de limón y una botella de vino. Sansa se recogió un mechón de pelo tras la oreja y se ajustó la redecilla en la que llevaba recogido el pelo ese día. Fue hacia la mesa donde las habían dejado y sirvió las copas de vino. 

Petyr se había quedado de pie, mirando la jaula donde el pequeño animal se movía de un lado a otro, aleteando inútilmente de vez en cuando. Sansa le tendió una copa y volvió a donde había dejado su bordado. Dejó la copa en el alfeizar de la ventana, cortó la tela con unas pequeñas tijeras en forma de tira, y volvió de nuevo a la jaula. Con cuidado abrió la jaula del animal. El petirrojo pió, pero no tuvo tiempo para salir, porque ella metió la mano y le acarició el lomo.

—Siempre me ha sorprendido que ninguno intentara morderte, ni siquiera las águilas —dijo Petyr.

—Saben que no voy a hacerles daño, por eso confían en mí —respondió Sansa. Como estaba de espaldas a él el hombre no se dio cuenta de la sonrisa burlona que habían esbozado sus labios. 

Ató la cinta con la frase a la pata del animal, que no se movió ni un ápice, y después extendió su índice, indicándole que subiera. El petirrojo obedeció, y ella lo sacó de la jaula y lo condujo hasta la ventana. Al ver la libertad, el animal pió una última vez, desplegó sus alas y se marchó volando, perdiéndose a los pocos segundos. 

Sansa sintió una mano posarse en su hombro, y los labios de Meñique cerca de su oreja.

—¿Sabes? Ya sé por qué los liberas —le susurró.

Su corazón fue lo único que la traicionó, latiendo más fuerte y rápido de lo habitual un par de veces, pero su rostro continuó impasible.

—¿Ah, sí? —preguntó con curiosidad.

—Es porque ambos estáis enjaulados. Tú tienes que permanecer en este castillo, para que yo pueda ocultarte y protegerte. Es otro tipo de jaula. Pero a ellos puedes liberarlos, contemplar como vuelan libres y se pierden en el horizonte.

—También me gusta imaginar que yo soy ellos, ¿sabes? Otro pajarito. Esta noche soñaré que soy ese petirrojo y volaré libre a donde yo quiera —confesó Sansa girándose para mirar al hombre a los ojos, con una sonrisa tímida e inocente en sus labios que cada día le costaba más esbozar.

—¿A dónde crees que volará este? ¿Dónde crees que volaron los demás? —preguntó Petyr tras darle un beso en la frente.

Sansa sabía muy bien a dónde había volado cada uno de ellos, pero fingió pensárselo.

—¿Este? Creo que este volará hasta la desembocadura del Tridente. Hay una pequeña isla llamada Isla Tranquila, donde hay un monasterio de los Siete. Allí los monjes llevan una vida sencilla y cultivan la tierra. Es un lugar tranquilo para pasar tus días.

—¿Y el resto? ¿Las águilas? ¿Los cuervos? ¿Las gaviotas? ¿El sinsonte?

—Las águilas seguramente cruzarían el Mar Angosto. Puede que una se detuviese en Braavos, y que otra decidiese volar más allá, para comprobar si los rumores sobre dragones que vienen del este son ciertos. Los cuervos acostumbrados a los castillos volarían de nuevo a ellos. Desembarco del Rey, Bastión de Tormentas… O El Muro, al Castillo Negro. Puede que uno de ellos incluso siguiera más al norte, mucho más, queriendo explorar qué había más allá. Las gaviotas buscarían islas. Skagos, las Islas del Hierro, Rocadragón… ¿Quién sabe? Dicen que en las tierras de los ríos hay un árbol del que una tal Lady Corazón de Piedra cuelga a sus víctimas. Tal vez el sinsonte se posara ahí.

—¿Y crees que alguien, en la Isla Tranquila, Braavos, el Castillo Negro o donde sea encontró la frase que les ataste? ¿Crees que tus palabras ayudaron a alguien?

Sansa cerró los ojos. La frase estaba gravada en su mente. Al principio había pensado en poner otra cosa, pero nada resumía mejor todo lo que le habría gustado decir que aquellas cuatro palabras: “el invierno está aquí”. Si Petyr Baelish no había sido capaz de comprenderlas… Peor para él.

Abrió los ojos, y dio un sorbo a su copa de vino.

—¡Oh! —dijo sorprendida— Recuerdo este vino. Mi madre nos contó una vez que era su favorito.

—¿Cat? —contestó él al instante. Siempre reaccionaba así de rápido a su mención. Era un poco patético, la verdad. Bebió un trago sin pensárselo, saboreando el caldo, y abrió la boca para alabarlo— Oh, ya veo por qué era su preferido. Está delghhh… delighh… delghhhhhhhhhhh…

Sansa se había apartado de él en cuanto lo vió llevarse la copa a los labios, y se había dado la vuelta. Ya había contemplado aquello una vez, y si podía evitarlo prefería no hacerlo dos veces. 

Ignoró los gritos estrangulados a sus espaldas, y se dirigió con paso calmado hacia las puertas de su habitación. Tras aclararse la garganta las abrió de par en par de golpe, lanzó un grito de pánico.

—¡AHHHHHHHHHHH! ¡SOCORRO! ¡AYUDAAAA! ¡ALGUIEN HA ENVENENADO A MI PADRE! ¡SOCORRO!

Las primeras lágrimas habían comenzado a caerle al dar la espalda a Meñique, y para cuando llegaron los criados y Robalito, nadie diría que no estaba llorando de pura desesperación.

La que ninguno sabía es que sus pajaritos habían entregado sus mensajes a todos sus destinos, y que muchos de sus destinatarios sí que los había comprendido. O que también se había aficionado a espiar conversaciones, algunas de ellas muy comprometidas. Después de todo, ¿Quién iba a sospechar de un pajarito?

Mientras gritaba de rabia y derramaba más lágrimas sobre el cuerpo del hombre que la había obligado a llamarlo padre, Sansa sonreía interiormente, feliz tras muchos tiempo.

Ahora ella también era libre.

Y estaba preparada para jugar.


Fin

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