viernes, 17 de enero de 2014

@LordSanguijuela: Roose Bolton.



Tiene mis ojos

Al romper el alba un grito recorrió los pasillos. Desgarrador, lleno de angustia, que, sin duda, había despertado a todos los habitantes de la fortaleza.

Menos a él.

Llevaba despierto desde la hora del búho. Acurrucado en uno de los sillones de piel que decoraban la pequeña biblioteca, junto a la chimenea en la que solo quedaban unas pocas ascuas perezosas. Entre las manos sostenía un fino libro que había cogido de los estantes. Sin perder de vista la página, esperó a que le interrumpiesen. << Uno… dos…>> Contó para sí mientras leía sin interés las letras estilizadas, de algún maestre, y escuchaba, amortiguadas, las pisadas apresuradas de afuera. Pasó la página en un crujido de papel, acompañando los pasos apresurados que se avecinaban hacia allí. De pronto los pasos desaparecieron. << Y tres. >> Como había previsto, entró de sopetón. No dijo nada. No tenía porque decir nada. Solamente oyó la puerta abrirse con estrépito y la respiración irregular del recién llegado, sin apartar los ojos de la página.

- M-Mi señor…- musitó el recién llegado entre jadeos, temeroso.- Ya… ya ha empezado. Vuestra…

Un nuevo grito lastimero resonó por el pasillo, llevado hasta allí como un eco. El criado frunció los labios, estremeciéndose ligeramente. Ni él estaba acostumbrado a tanto alboroto. Por regla general, Roose, imponía el máximo silencio posible. No toleraba ruido alguno, salvo el que se pudiera hacer en el patio de armas. Pero, en aquel día, daba igual. Se levantó dejando el libro en el regazo del sillón y miró con sus ojos pálidos al criado que aun seguía jadeando del esfuerzo. Le dio una pequeña palmadita en el hombro al pasar a su lado y salió a la penumbra del pasillo con gesto inexpresivo.

Sabía que aquel era el día desde hacía una semana. Lo había hablado con el maestre para tenerlo todo cuidadosamente preparado. Era una situación especial por lo que debía de tomar decisiones especiales, poco agradables para su gusto. Recorrió el pasillo con paso tranquilo, mientras en el piso de arriba se oían correr de un lado a otro a los criados. << ¿Habrán llamado a la comadrona? >> La duda le asaltó de pronto. No sabía por qué se preocupaba tanto por aquello. Estaba todo bien planeado, no podía pasar nada contrario a lo previsto. << Beth nunca ha gozado de buena salud…- pensó Roose apretando los labios. >> Al final llegó a las escaleras principales, puso un pie en el escalón. << Tampoco mi primera esposa.- recordó irritado. >>

Siguió subiendo los escalones. Cada paso que daba le producía un martilleo en la cabeza, una punzada constante que atravesaba su cerebro como miles de agujas ardiendo. No entendía aquel sentimiento que lo embargaba de pronto. ¿Por qué ahora? ¿Por qué no hace unas semanas? De repente oyó otro grito, más cercano y desvalido, y se encontró subiendo los escalones de dos en dos y a paso vivo. Cuando llegó arriba miró a todos lados hasta dar con un grupo de criadas que llevaban una tina de agua a toda prisa. Las siguió hasta llegar a una de las habitaciones. Los jadeos y pequeños gemidos de dolor se hacían más intensos a medida que entraba en ella. La comadrona estaba arrodillada al pie de la cama, hablando con tono suave pero firme, y su esposa tendida boca arriba en el lecho, con las piernas flexionadas y un manto sobre estas. Las criadas dejaron la tina al lado de la comadrona y volvieron a salir, menos una de ellas.

- Si, así muy bien…- oía decir a la vieja.- Va todo bien, tranquila. Respira hondo, así, así. Muy bien.

Roose carraspeó ligeramente intentando llamar la atención de la mujer. Esta se percató de su presencia y se levantó de mala gana, no sin antes gruñir una orden a la criada que se había quedado. Lord Bolton hizo un ademán para que le siguiera al pasillo, mirando de soslayo a su esposa. Nunca la había visto de aquella manera. Tan frágil, tan delicada… con una belleza extraña.

- Mi señor.- saludó la comadrona en cuanto salieron. Tenía aspecto ratonil, ojillos inquietos y grises, ropa también gris, hasta el pelo ralo era ceniciento.- Será mejor que espere…

- ¿Cómo está? – cortó con voz fría aunque con un deje impaciente.- Grita demasiado.

- Grita lo que tiene que gritar.- bufó la vieja, molesta.- Todas las mujeres gritan durante el parto, es algo natural. Los hombres no sabé…

Un nuevo grito de Bethany rompió las palabras de la comadrona y esta giró la cabeza hacia la habitación luego miró a Roose con ojos nerviosos.

- Escucha, mujer.- clavó sus ojos de color del hielo sucio, como si leyese sus pensamientos en ellos. Sabía que algo andaba mal. Lo veía en sus ojos inquietos y su tez macilenta.- Como le ocurra algo al niño o a la madre pagarás… por ambos.- amenazó con un susurro frío, tranquilo en apariencia.- ¿Sabéis cual es el blasón de los Bolton, comadrona?

No esperó respuesta. Dejó a la mujer gris allí, temblando. Aquello le produjo cierta calma, hasta un poco de diversión. Le gustaba ver el miedo en ojos ajenos, miedo que él producía con tan sola una mirada o un susurro. Bajó las escaleras de nuevo. No sabía qué hacer, no sabía adónde ir. Tampoco como reaccionar ante aquel miedo que le embargaba. ¿Miedo a qué? Nunca había sentido nada igual desde... Sacudió la cabeza intentado disipar aquel pensamiento. Cuando quiso darse cuenta se encontraba en el vestíbulo. << El Bosque de Dioses…- se dijo sin saber por qué. >> Abrió las pesadas puertas de la fortaleza. El frío le abofeteó dándole la bienvenida al nevado patio. Al parecer aun los guardias no habían despertado. Solo había tres sobre las murallas, mirando al horizonte. Sus pasos despertaban ecos sobre la piedra del patio. Uno de los guardias se giró mirándole incrédulo. No llevaba nada de abrigo. Solo la camisa, el jubón con la divisa de su casa, unas calzas y las botas de cuero.

Sin pensárselo dos veces entró en el Bosque de dioses. Antes de pasar al remanso de paz que llenaba el pequeño bosque, se volvió observando sus pisadas en la nieve, absorto. Si alguien le buscaba no sería muy difícil encontrarle con tales evidencias. En cuanto entró su mirada se centró en el gran arciano que presidía el pequeño bosque. Bordeó el lago, apenas un charco, de aguas termales.
Cada paso que daba hacía crujir las hojas secas que cubrían como un manto el suelo, por encima de las mojadas. Al parecer allí la nieve hacía rato que había desaparecido pero el olor a tierra mojada era bastante penetrante. Cuando llegó frente al arciano escudriñó con sus ojos pálidos los ojos rojizos de este. Siempre le había parecido que era sangre en vez de savia. Elevó una mano deslizándola entorno al rostro del árbol ancestral. Luego se dejó caer de rodillas. << ¿Qué estoy haciendo? ¿Para qué he venido aquí? >> Lo sabía muy bien.

No temía por su esposa. Bethany era una esposa complaciente, dulce pero en ciertas ocasiones demasiado frígida, le había cogido cariño con el tiempo pero nada más. Temía por el crio. Por su heredero. Ya había perdido a un hijo nonato por culpa de unas fiebres, que se llevaron de paso a su esposa. No, no podía consentirlo. Pero tampoco podía hacer nada. Rezar. Era lo único que le quedaba.

- Dioses… Antiguos…- murmuró, como si le estuviera hablando al rostro del arciano.- Dejad a mi hijo nacer. Dejadme tener un heredero.- cerró los ojos intentando controlar el timbre de su voz, a cada palabra se palpaba la desesperación.- Os llevasteis a uno aun nonato. Os llevasteis a mi primera esposa también. ¡No podéis quitármelo de nuevo! ¿me oís? – levantó la cabeza hacia el rostro del arciano, con gesto tenso.- Prometo convertirlo en una buena persona. En alguien mejor que yo…

No sabía cómo ni por qué pero tenía la certeza de que los Antiguos dioses le habían escuchado. Un gélido viento meció las hojas de color de la sangre del arciano y acarició su rostro aun tenso, meciendo a su vez el pelo negro que le caía sobre los hombros. Una extraña sensación de paz le llenó, disipando cualquier duda. Volvió a bajar la mirada a las raíces del arciano, gruesas y blancas, como serpientes pálidas. Tampoco supo cuanto tiempo estuvo allí hasta que llegaron dos guardias. Al oír sus pisadas se levantó, notándose entumecido, y se limpió las rodillas de hojas secas.

- Mi señor, la comadrona nos envía a por vos.- dijo con voz neutra el más viejo. Sin duda era Beron, con aquella barbita puntiaguda y los modales de una mula.

Roose asintió imperceptible y les siguió sin pronunciar palabra. En el patio ya empezaban a afanarse los guardias y mozos de cuadra pero no les dedicó más que una mirada indiferente. Entraron a la fortaleza. De nuevo había vuelto el silencio ominoso a ella. No sabía si era buena señal o mala. El guardia más joven se quedo en el vestíbulo mientras Beron y Roose subieron los escalones principales. Otra vez volvió el martilleo, otra vez aquel miedo irracional le embargo. Estaba acostumbrado a poder controlar aquellos sentimientos pero esta vez era diferente. Aquello le recordaba a… no, fue una ocasión, una desafortunada ocasión que no se volvería a repetir, tampoco volvería a verla.

- Por aquí, milord.- dijo con brusquedad el viejo cortando sus pensamientos. Salió a uno de los pasillos de la zona alta.

El corto trayecto del pasillo a los aposentos donde se encontraba su esposa se le hizo eterno. El martilleo del miedo se acentuó más cuando se encontró frente la puerta entreabierta. Fuera estaban las criadas cuchicheando pero callaron al ver llegar a su señor. Este las miró inquisitivo unos segundos pero de nuevo el martilleo no le dejó ver más allá, como estaba acostumbrado. Despidió a Beron con un asentimiento de cabeza y se armó de valor para entrar en la habitación. Se había acostumbrado a la penumbra que reinaba en los pasillos, bueno, en todo Fuerte Terror, que la luz que entraba por la ventana entornada le cegó unos segundos.

Pero en cuanto se le acostumbraron los ojos logró ver a su Bethany. Viva, sonriendo de oreja a oreja mientras sostenía un bulto envuelto en pieles. Dejó escapar un suspiro de sorpresa lo justo para que su esposa se percatara de su presencia y le dedicase una amplia sonrisa. Nunca la había visto sonreír tanto, ni en el día de su boda. Se acercó vacilante hacia la cama sin mostrar nada más que inexpresividad, sin corresponder a su sonrisa. Su fuero interno era un mar de confusión y sentimientos antaño perdidos. << Está vivo… por todos los dioses que sea un niño. Un niño… >>

- Cógelo.- susurró con voz débil Bethany, extendiendo el pequeño bulto rosado hacia Roose, que se mostraba reticente en aquel momento.- Vamos, no muerde.- rió entre dientes.

La risa de su esposa le animó en cierta manera por lo que se inclinó hacia ella para coger entre sus brazos al pequeño. Lo acunó contra él con sumo cuidado mirándolo inquisitivo. Era un niño. Un rosado bebe que respiraba con tranquilidad, durmiendo. Roose miró a su mujer forzando una sonrisa, algo más de lo que podía hacer en aquel momento. Apartó un mechoncito ralo de su cabeza con un dedo y el pequeño abrió los ojos. Unos ojos de un azul claro, muy claro, pálidos. Lord Bolton esbozó de nuevo una sonrisa más marcada, sin forzarla, sintiéndola. Una sonrisa cariñosa, paternal, orgullosa.

- Domeric.- anunció con voz liviana aunque lo suficiente alto para que lo oyese su esposa, con la imborrable sonrisa.

Pasó un dedo por la barriga del niño y este cogió entre sus manitas rosadas el dedo con una sonrisa juguetona. De pronto notó algo húmedo recorrer su mejilla, casi zigzagueando. Hacía mucho tiempo que notaba esa sensación.

Roose Bolton estaba llorando. 



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