viernes, 17 de enero de 2014

@Rickard_Stark_: Jaime Lannister.

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“Que los Siete se apiaden de su alma”, pensó el joven Guardia Real, mientras veía arder a Qarlton Chelsted. La escena no le era ajena. No hacía mucho, había visto cómo el Rey Aerys había preparado una cruel muerte para Lord Rickard Stark, Guardián del Norte, y su hijo primogénito Brandon. Una espeluznante muestra de locura de una mente enferma y paranoica. Pero Jaime debía proteger, con su vida misma si hacía falta, la vida de aquel hombre demente.

Permanecer todas las horas del día a su lado le había hecho conocer de primera mano los oscuros planes de su protegido. Una vez que la Rebelión aunó a los Baratheon, los Stark y los Arryn, y tras la derrota de Rhaegar en el Tridente, estaba claro que los días de Aerys en el Trono de Hierro estaban contados. Así pues, el Rey y su nueva Mano, el infame piromante Rossart, estaban decididos a hacer volar la ciudad entera con sus habitantes dentro antes que rendirla a los rebeldes. Una carnicería de fuego valyrio estaba en ciernes si nadie lo impedía.

Jaime era consciente de que el único motivo que frenaba a su padre unirse a los rebeldes era su propia presencia en la Fortaleza Roja. A pesar de su juventud, sabía que era un rehén muy valioso para el Rey, y que cualquier paso en falso de Lord Tywin podía costarle muy caro.

Sin embargo, un día todos los hechos se precipitaron. Jaime asistió a una tensa conversación entre Aerys, el Gran Maestre Pycelle y el consejero de los rumores, Lord Varys.
—Abrid las puertas, Majestad. ¡Los hombres de Lord Tywin Lannister son vuestra última esperanza para poder resistir a los rebeldes! —Dijo Pycelle. El Rey lo miró con desdén, no muy convencido, receloso de todo lo que viniera del Guardián de Occidente que había osado a eclipsarle.
—¿Estáis seguro, Majestad? Mis pajaritos afirman que el gran león podría haber cambiado de bando… —Advirtió Varys. Jaime tragó saliva al oír aquello.
—¿Con su hijo aquí? —Interrumpió Pycelle mirando al joven Guardia Real, que permanecía impasible en apariencia. —¡Sería una locura! Lord Tywin viene a mostrar su lealtad inquebrantable al Trono de Hierro —Aseveró. Entonces, Aerys puso sus ojos encima de Jaime y asintió.
—Que abran las puertas… —Dijo. Acto seguido, Varys abandonó la sala sin decir nada. Parecía tener cierta prisa… Al mismo tiempo, Pycelle se acercó a Jaime diciéndole: —Que los Siete nos protejan. —Después, el Gran Maestre se marchó.

Aquel comentario hizo que el nudo en el estómago del joven creciera. Rossart entró y el Rey cuchicheó algo a su oído. Eran momentos muy tensos, y al poco rato Jaime sintió como su suerte estaba echada, cuando dos guardias nerviosos y vacilantes llegaron donde estaban Aerys, Rossart y Jaime.
—Majestad, ¡Lord Tywin y sus hombres están saqueando la ciudad! ¡Estamos perdidos! —Anunciaron, mientras los ecos de la lucha y los gritos empezaban a llegar a la Fortaleza Roja.
—No tendrán ciudad que saquear. ¡Rossart, haz que arda! —Dijo fuera de sí el Rey, ante la mirada atónita de los guardias. —Y tú… —Dijo Aerys mirando a Jaime —¡tráeme la cabeza de tu padre!

Aquello fue demasiado para él. ¿Asesinar a su propio padre para después permitir una tragedia que les segaría las vidas a todos, nobles y plebeyos, y acabaría con la propia ciudad? Juró proteger al Rey, sí, pero hasta los juramentos tienen sus límites. Y la vida de miles de inocentes valía más que unas palabras que, conforme pronunciadas, se iban con el viento.

Rossart salía de la sala dispuesto a cumplir la enajenada orden que destruiría Desembarco del Rey. Jaime miró a Aerys y salió decidido. Al llegar a la altura del piromante, éste se volvió incrédulo. La espada fue directa a su cuello, con un tajo que seccionó la garganta y la yugular de aquel individuo ruin y despreciable. La sangre corrió a borbotones y la Mano del Rey cayó al suelo con los ojos en blanco.

Parte de esa sangre manchó el uniforme blanco del joven Lannister, quien volvió donde estaba Aerys. Tenía que acabar con él antes de que pudiese dar la orden a otro piromante, y entonces, traicionando su juramento, clavó su espada por la parte superior de la espalda del Rey, quien cayó al suelo ante el Trono de Hierro, desangrándose hasta morir. “Traidor”, parecían decir sus últimos suspiros repetidamente, con unos ojos casi sin vida que le miraban. Unos ojos que nunca podría olvidar.

Después, Jaime se sentó en el Trono, más que por simbolismo, por puro cansancio mental. Al poco se abrieron las puertas del gran Salón del Trono. Aliviado, pudo ver que se trataba de banderizos de su padre: Ser Elys Westerling y Lord Roland Crakehall.
—¿Ser Jaime? —Preguntó Lord Roland. —¿Qué ha pasado? —Jaime no respondió, sólo miró a aquel hombre, y después, instintivamente, al Rey muerto y su propia espada ensangrentada.
—Yo… —Dijo por fin, titubeante. —No quería hacerlo, pero debía… —Añadió, demasiado cansado como para extenderse en los detalles. Los dos hombres se miraron, asintiendo entre sí.
—¿Y quién será ahora Rey? —Dijo Ser Elys.
—No es algo que nos corresponda decidir a nosotros —Respondió Jaime. Los dos hombres se miraron y asintieron, para después marcharse, con gesto de preocupación en sus rostros.

La soledad que sentía se hizo más grande conforme pasaban los minutos. Los pensamientos se fueron hacia su padre. ¿Qué pensaría Lord Tywin de aquel regicidio llevado a cabo por su hijo? Desearía estar muy lejos de allí, en los acantilados de Roca Casterly, junto a su hermana Cersei. Los dos solos y con el sonido de las olas del mar más abajo como único contacto con la realidad terrenal. Al cabo de un rato, la gran puerta se abrió de nuevo dando paso a un hombre joven de apariencia sobria y porte noble. Alguien que sin duda sabría más que él sobre el próximo inquilino de aquel incómodo Trono…

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