viernes, 17 de enero de 2014

@SeptaMordane : Doran Martell.

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Los niños corrían. Por la hierba, por los estanques, por la piedra calentada por el ardiente sol de Dorne. Sus risas inundaban los jardines y parecían colarse en cada esquina, tan difícil era huir de esa contagiosa felicidad. Y sin embargo, unas pocas palabras rasgadas en un pergamino habían conseguido llenar la atmósfera de una pesada oscuridad. La carta no había caído, sino que se resistía entre los abultados dedos del príncipe, que ya no miraba a los niños, ni a los estanques. Sus ojos, plegados tras incontables arrugas, tras años de dolor, de venganzas sin cumplir, no podían ver ni la tinta en aquel pequeño pergamino. 

Se cerraron, pero el resultado era el mismo. Todo había quedado en silencio y en oscuridad, como debía ser cuando el sol brillante se apagaba. Oberyn Martell, la Víbora Roja, había caído en el mismo lugar y bajo el mismo puño que había abierto el cráneo de su hermana Elia. El dolor de la gota había desaparecido, solo para ser sustituido por otro más punzante: el de la vergüenza. Sus planes habían sido tramados con el mayor de los esmeros, y los dioses habían jugado a deshacer sus hilos. 

Las risas de los niños volvieron a su mente, iluminando brevemente la oscuridad. Pero solo eran dos. Los oía claros como el cristal, y sabía que no era posible. La risa descarada de un niño junto a la dulce e inocente de su hermana. Las risas de los que se habían ido volvían a ocupar esos Jardines. Pero él seguía sin reír, un profundo propósito le anclaba a la vida. Justicia. De eso se había tratado siempre. Justicia por la niña que dejó los Jardines para convertirse en reina, y ahora justicia por el niño que marchó años después para conseguirla. 

Pero él seguía en esos Jardines, ni un paso más cerca de lo que su corazón más anhelaba, pero un paso más cerca de la guerra. 

Guerra. El simple sonido de esa palabra conseguía herir al príncipe. Sus ojos se abrieron por fin, y a través de los pliegues de piel, de la pesadez de sus párpados y de un húmedo telón que emborronaba sus ojos, seguía viendo con claridad lo que había intentado proteger. Los niños seguían riendo y corriendo, ajenos a los temblores del príncipe y a la noticia que en breve sacudiría Dorne. «Este es tu reino, recuérdalos y tenlos presentes en todo lo que hagas» La voz de su madre sonaba clara, alta, imposible de olvidar. 

«Te he fallado, madre» pensó con amargura. Cuando ella le había dicho esas palabras, él aún era el único hijo de su madre. Había observado los Jardines del Agua antes de irse. De muchos de los niños que corrían en aquel momento podía recordar los nombres. Algunos eran ahora señores de grandes casas: Yronwood, Uller, Santagar… otros eran meros hijos de herreros, que trabajaban en el Palacio Antiguo. A todos ellos los había protegido. Pero no a sus hermanos. Había evitado una guerra, conseguido impedir que el desierto se tiñese de sangre. Pero ahora estaba solo. Había protegido a su reino, pero no a su familia y, bajo las risas de los niños, podía oír el rugir de los tambores. Otra guerra amenazaba, y Doran se preguntaba qué más podrían arrebatarle los dioses. ¿Reclamarían a su esposa Mellario, aunque estuviera lejos y a salvo en Norvos? ¿Le arrebatarían a Arianne, su princesa, rebelde y obstinada, que aún tenía tanto por aprender? ¿Se llevarían a Trystane, un niño que apenas había empezado a vivir? ¿Arrastrarían a Quentyn, al hijo al que nunca había podido criar? 

Ni una sola lágrima cayó de los ojos del príncipe. La llamarada que recorría sus ojos las secaba antes de que asomasen. Venganza. Justicia. Fuego y sangre.

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