viernes, 17 de enero de 2014

@StannisJustice : Melisandre.



Melisandre era un insondable faro rojo inclinado hacia el mar chispeante de un brasero. La oscuridad de la inmensa bodega del navío mercante la rodeaba, alargando sus tenebrosos brazos hacia ella, pero nunca lograban alcanzarla. La importancia de sus reflexiones no dejaban que se distrajera, y la incapacidad de lo mundano, de lo banal y de lo incómodo por hacerse con su atención lograba que dibujara una media sonrisa en sus labios sonrosados. Ella era pura confianza, ahora más que nunca en toda su vida.

¿En qué medida participa el profeta en la incalculable labor del destino? ¿cuál es su influencia a la hora de plasmar el futuro de aquello que quiere ver alterado o resuelto por encima de todo lo demás? Ella sabía de sacerdotes que habían moldeado su vida en torno a un fin frágil como la rama de un arbusto, y solo sentía respeto y admiración por ellos... ¿por qué no? 

La iluminación personal o común era el objetivo de todo sacerdote rojo, y aquellos hombres y mujeres que habían rechazado su propia vida en pos de un objetivo mayor, un objetivo titilante que se burlaba de ellos a cada segundo en las largas reflexiones bajo la luna... esos sabios temerarios eran las personas más veneradas por su orden, aunque ella no se esforzara en recordar sus nombres.

Pero sí recordaba los fracasos. 

Pocos secretos guardaban ya los templos rojos que la habían acogido, que la habían visto crecer, desarrollarse en todos los sentidos y aprender. El tenue cambio de pulso en la letra de los escritos reflejaba la frustrante desesperación de los sacerdotes que habían visto rota su campaña, y aun así tuvieron el valor de contarlo, de contar cómo una visión cristalina como el Mar de Jade, prometedora, se volvía indescifrable de la noche a la mañana. 

Bebió de estas anécdotas, sin sorprenderse por sentir la rabia de los autores. Era vanidad, podía verlo con claridad, y ella solo se diferenciaba en un sentido: su aspiración era superior, su servicio era vital, la celeridad necesaria, la falta de escrúpulos incluso obligatoria, porque ella servía y no ambicionaba, porque ella servía... ella servía al Dios Rojo... ella servía, y también viajaría.

Y su viaje no empezaría con tanta gloria como en las grandes canciones: poco equipaje, un barco roído, y una determinación ardiente que derrumbaría torres y castillos. Era una mujer elegante, pero no necesitaba la ropa cuando se arrodillaba frente a un brasero y dejaba que las llamas lamieran su piel y se extendieran más allá de las mangas de sus túnicas, marcando su cuerpo pálido, necesitado, lleno y frágil debajo de la tela roja, enrojeciendo más y más sus manos de dedos largos y delgados.

Ella lo sabía. Se lo susurraba, se lo mostraba, se la tentaba con ello... no con el contenido, sino con el sentido. Ella había conocido la oscuridad humana más terrible de forma que la oscuridad divina ni siquiera conseguía sacarle un pestañeo, pero la recompensa... la recompensa, la guía, cada muestra de la siempre y constante y deliciosa existencia del Único Dios le alteraba de maneras difíciles de soportar. 

Veía al hombre. Veía los labios apretados en una delgada línea, veía el ceño fruncido, veía la barba áspera que pronto recorrería su pecho, hiriéndola con una dulzura invasiva... veía el fuego en las espadas, veía los estandartes y los dragones de piedra exánimes despertar de sus cascarones ennegrecidos, lo veía con tanta claridad que dolía, que excitaba, que conseguía humedecer sus labios, acalorar su vientre y dilatar sus pupilas hasta que el imposible rojo de sus ojos formaba la silueta de dos coronas pulsantes en mitad de la profunda negrura.

Era una bofetada deseada. El simple roce de una unión de la que carecían los que eran como ella... y que había pagado tiempo atrás, un precio más duro de lo necesario, un precio que pocos soportarían, reflejado en el constante fuego que la acompañaba, que se dejaba ver insistentemente en su colgante, aquel colgante que le recordaba demasiado a la vida miserable que había aguantado bajo el nombre de Melony. Melony. La pequeña, ignorante e inocente Melony, vendida como esclava para ser usada y maltratada a placer.

Había merecido la pena, lo supo de nuevo cuando la chispa bailarina que nacía del brasero y caía a la bodega del barco, se extinguía antes siquiera de tocar la madera. La había merecido, y volvería a merecer la pena romper todas las leyes de los hombres, dar todos los pasos necesarios y prestarse a cuantas causas vacías hicieran falta para evitar que la oscuridad, el frío, la muerte, la carencia, el vacío, cumplieran con la jugada que ya elaboraban en un tablero que empezaba a congelarse, bajo las nubes que anunciaban una antinatural larga noche.

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